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Directo a la memoria
por Miguel Briante I Página 12 - Sección Plástica - Agosto 1994
Texto referido  a la muestra en el Museo de Arte Moderno

Una muestra en la que sin atrasar el tiempo, la escultura recupera sus garras épicas, su aliento dramático.
La fusión del concepto y el oficio, un lenguaje que no suele verse, hace de la obra de este escultor argentino algo realmente inquietante, crea una rara dimensión.
En sus escritos de los años setenta, el italiano Gillo Dorfles, uno de los pocos críticos cuya coherencia le permitía desdecirse de algunas de sus afirmaciones, encarar otras maneras de mirar, profetizaba que en la escultura se iba a terminar el ensamble, la chatarra – así lo llamaba él -, y que las futuras obras se iban a encaminar al diseño y al diseño industrial. Esa profecía se cumplió a medias en el mundo y casi nada en estas latitudes latinoamericanas. Nacido en Buenos Aires en 1949, Omar Estela, que no viene justamente de la chatarra,
que se ha movido en la madera, el mármol y la piedra de un modo casi clásico –es decir tallando, trepanando, puliendo-, en una dimensión que tiende a recuperar para la escultura el espacio épico que supo tener, la monumentalidad –no necesariamente solemne- del material que trabaja, marca, en una muestra que viene realizando, que no todo esta muerto en el terreno de la escultura, donde últimamente se viene repitiendo tantos tótems o se viene aceptando tantos engendros del tipo “modelo para armar”.
Las esculturas de Estela son todo lo contrario. Despojado cada vez más de una obsesión que le hacía pulir sus obras hasta la desesperación, atento ahora al momento en que tiene que pararse, sus obras cobran esa extraña fuerza que se da cuando el oficio y el concepto llegan juntos, como si fueran la misma cosa.
El ritual de ese oficio queda entero, casi religioso, en estas piezas donde - mas allá del intento de las series,
que se marca en algunos de los trabajos mas recientes, donde busca descubrir, 
en la madera, la rama que creció hasta ser esa madera (Rama grande), y la busca a fuerza de buril, arremetiendo - cada idea es un mojón que empuja otra idea.
Montada con una maestría que se debe al mismo Estela – desde las luces hasta las chapas que separan las esculturas del piso de la sala sin terminar del Museo de Arte Moderno, que cobran un clima envolvente, denso
y misterioso -, un pez de mármol que se fusiona con una rejilla de fierro (Bagre), un cordero – también en mármol –sobre la mesa como de carnicería
(Cordero), ese hombre de piedra apenas fragmentado que alguna vez fue pensado como un borracho que debía habitar un banco en una plaza (Hombre fraccionado), todos mentando un sacrificio, un dolor, establecen las coordenadas más dramáticas de la muestra. Un banco muy largo urdido como un homenaje a los inmigrantes – en el que aquellos que pasaron dejaron herramientas, cajas traidas de otras tierras, olvidos y recuerdos - , acentúan ese dramatismo con su nostalgia (Banco de los migrantes), al mismo tiempo que se convierten en un canto a la mano. Esa mano que le permite a Estela tallar un escarabajo que parece medir el tiempo (Escarabajo) – el suyo, el de los planetas – o cruzarse, más íntimo a la latencia de la madera, hasta hacerla inquietante, como algo a descubrir en sí misma, vida, se diría humana. Una muestra memorable.

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