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Los escultores prefieren, por lo general, no hablar sobre su obra. Es una convención a la que se llega adoptando estereotipos de artista del centro mundo y después, probablemente, de haber hablado demasiado; lo cierto es que los artistas hablan, y mucho, y lo hacen en forma “privada” ante intereses bien determinados. Lo injusto es que ese diálogo solo se mantiene con algunos de los referentes de la actividad y quedan excluidos los genuinos destinatarios de la obra por no ser compradores potenciales. Ellos tampoco conforman la imagen del artista, ni agregan valor a la obra. Así, los artistas, están y se sienten contentos con su propia compañía.
Se entiende, se corren más riesgos hablando que callando. El artista, como el pez, por la boca muere. El silencio, además, tiene aspectos efectivos: hay demasiada obra sostenida desde el discurso. Y a la vez encierra aspectos negativos: aleja del campo de los conceptos a la gente que no tiene medios de acceso. Hay también una mezquindad en el hecho de no hablar, de escamotear lo que debería ser dado. Se trata de disimular la languidez conceptual camuflándola detrás de distintas poses: las intuitivas, las de oficio.
Unos hacen, otros teorizan, lo que da lugar a que sean otros quienes agreguen conceptualizaciones sobre la obra, lo cual, sí, la valoriza. Tal vez lo más determinante sea, en un medio donde se pretende que la obra se transforme en objeto de mercado, no ponerla en riesgo con un discurso que no esté de antemano “diseñado” desde el marketing. Hay demasiados intereses en juego. Que solo hablen los que están autorizados ayuda a generar ese carácter de inaccesibilidad, condición que hoy se estima tiene que rodear la obra, la obra de carácter burgués. Crear estrategias de ilusión del arte para que funcionen como manifestación del ser del arte.
Lo curioso es que si el artista es de poca suerte, le hacen cumplir toda una función democratizadora: que abra su taller a visitas guiadas, que dé una imagen social, que explique su obra. Por el contrario, si es exitoso, se cuida de que la suya sea una actividad esencialmente elitista. La dinámica reaccionaria del arte es realmente creativa. Determina un elegante sistema de exclusión. Tiene que haber un equilibrio entre el discurso y su función. En lo aislado de nuestro medio, y ante la ausencia de un mercado real, en vez de jugar esa parodia, podríamos intentar hacer del supuesto defecto una virtud y crear una relación más funcional, más afectuosa entre los destinatarios de la obra que no son clientes, y quienes la hacen.
Hay una migración de espacios de pensamiento, y si bien la mayoría no tendrá nada que decir, algunos pueden ofrecer lecturas realmente originales. No conformar espacios de encuentro es otra de las formas que adopta el individualismo estéril. ¿A quién no le interesa saber cómo se llegó a conceptualizar una obra y recibir, entre otras voces, la del autor?.
Recordemos la frase criolla “que no se quede callado quien quiera vivir feliz”.
Omar Estela