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Es curioso la cantidad de gente que se acerca a ver el mar, a contemplar el movimiento de esa masa. Hay algo sagrado en esa visión, no hablo de los pescadores porque estos, por su interés concreto, material, pierden la magia de lo oceánico. Cuando presencio ese espectáculo no puedo evitar sentir una semejanza con los que contemplan una muestra o una obra en particular: agua y meditación, obra y meditación, y al igual que ocurre con el pescador, quien se propone un nexo material, destruye la magia.  
          
Puede parecer que soy víctima de un rapto religioso y, como está mal visto pensar en lo sagrado y dejó de usarse la palabra creación y muchos desconocen el significado de epifanía, cuesta describir una sensación que no deja de presentárseme.  Siento claramente que, no sólo en la plástica pero sí específicamente en ella, hay como una desobediencia consciente a lo que inicialmente se había elegido. Y los artistas están en este tironeo, cada uno, silencioso, con un dolor aislado e incomunicado, como aparte de los demás, en todas las áreas y en casi todas las edades. Se ve claro que andan como huidos, que llegaron hasta el mar para después darle la espalda.
           Llama la atención que tantas criaturas activas se empeñen en hacer callar, en empobrecer el discurso, en hacerlo ininteligible los más capaces. Son tan confusos y culpables que, de existir una policía plástica, no podrían poner el pie en una sala, son como fugitivos que cubren su escape con teorías cómplices. Me los imagino parecidos a quienes, durante la Segunda Guerra, buscaban en arcones filosóficos justificaciones para adherir al Eje.

El desembarco de hoy en día es tan real como el de entonces. Me pregunto si serán conscientes de la hostilidad que se está suscitando. Se olvidan de que es una mala práctica, y sobre todo en el arte, echar aceite sobre las aguas revueltas por el enojo.
           Cuando no encontramos refugio para la mirada, cuando no creemos en los oscuros méritos de los artistas de las bienales, cuando se mantienen estos dobles discursos entre lo público y lo privado, cuando convivimos con ideas tan contrapuestas como admirar la ética de un Van Gogh y engrosar currículos en salones ignotos o notables, cuando jugamos con estéticas que no nos corresponden, está claro que nos hemos olvidado de la razón de la obra. Como al término de una borrachera, quedamos tirados en la cama viendo pasar nuestra época bajo los efectos del mareo.
           Por mi parte, creo haber logrado un cierto desarrollo salvaje, al que le fui descubriendo algo sublime. Al igual que los antiguos persas que consideraban sagrado el mar, fui aproximándome a lo sagrado de la escultura. Podría asegurar que desarrollé un verdadero cariño idólatra y, paralelamente, un alejamiento de las acechanzas de las hipocresías civilizadas.
           Si bien pocos lo advierten, casi todos los seres alimentan en un momento de sus vidas los mismos sentimientos que inspiran el océano y la escultura. 

Omar Estela

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