La escultura como sueño entre la caverna y espacio público
por Miguel Briante I Página 12 - Sección Plástica - 1989
Un escultor que busca el regreso a las fuentes y une la obra con la teoría.
Omar Estela nació en 1949 en Lanús, “provincia de Buenos Aires”, remarca y dice que se inició en la escultura porque su padre era dueño de un aserradero. Hizo Bellas Artes y no terminó, porque en esa época se empezó a ganar la vida tallando piezas para los anticuarios.
A pesar de que su obra es larga, no recuerda muchas cosas; no manda a premios, aunque hace poco participó de un concurso entre elegidos organizado por el Banco de Crédito Argentino. “Pero acepté participar porque había que realizar la obra en una plaza, a la vista del público. Un taller abierto”. La idea del taller - como fragua donde empieza y termina el artista - , es algo que va con el de una manera natural. No hace mucho en el
Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires (Recoleta) talló una piedra de gran tamaño e invitó a iniciarse en el
oficio a quienes lo quisieran. “El trabajo de la piedra - anunció aquella vez -nos proporciona el primer ejemplo
de artesanía humana. Podemos verlo como la primera extensión de la mano del hombre, ya sea bajo la forma
de un utensilio o bajo la forma de imágenes, receptáculos del poder mágico”.
“No me gusta - dice ahora - la forma, las formas, que han adoptado casi todos los escultores a lo largo de los tiempos. Me gusta la forma del escultor primitivo, porque tenía mayor conexión con la comunidad. Expresa sus mitos, trabaja para sus rituales.” Si se quisiera comprobar que en Estela las ideas trabajan junto con las manos, bastaría ver ese cordero tallado en mármol que “es como el cuerpo de un cordero muerto y ya despellejado”.
La cruda sinceridad de esa obra (Cordero) – siniestramente bella - , puede evocar en el cronista al “cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Lo admite: habla del sacrificio y narra – como si recién encontrara la relación – que ese cordero fue tallado en una época en la que trabajaba, por encargo, en la talla del altar mayor de la Iglesia de Avellaneda. “Ese cordero nació de un fragmento de mármol de los bloques que usaba en ese trabajo”.
Insiste: “La forma que me gusta ir formando en mí es la del artista que hacia el bisonte en Altamira, o del que pintaba su mano acá, en el sur.
Entonces, Estela concibe su obra, paralelamente como una obra en sí y como un trabajo de concientización, de conceptualización, de la belleza, de los materiales que la encierran.
Explica: “En la Argentina, por ejemplo, no hay cultura de la piedra. Los arquitectos casi no lo incluyen en sus planes. Sin embargo, aquí nomás, en la Isla Martín García, hay una cantera natural de granito. Y también está Sierra Chica.”
Esas presencias dormidas en la tierra se mueven en su imaginación de artista, especie de poética voluntad titánica. Sueña con trasladar a un centro cultural un enorme bloque de piedra, partilo en pedazos, desplegarlo
en el piso, construir el laberinto natural que forma con sus partes “y hacer que el público camine entre esas nuevas formas para que sienta la misma emoción que yo siento”. Todo, en él – su ansiedad o su desazón creadora, la angustia o el placer del material – termina en la comunión. “Estoy haciendo un banco que tal vez estará en la plaza Torcuato de Alvear, de Recoleta. Mi emoción final llegará cuando vea a una pareja haciendo el amor sobre ese banco, o a un linyera durmiendo en él. He realizado otra obra destinada al andén de una estación de Retiro. Me gustaría que la gente – imagino dos provincianos – se cite junto a esa estatua, como ahora se citan abajo del reloj.”