Su obra no está pensada para el goce privado
por Susana Viau I Diciembre 2005
Omar Estela vive y trabaja en los suburbios de Buenos Aires, al sur de la ciudad, en Barracas, un nombre que remite
a los depósitos de lanas y cueros que en la primera mitad del siglo XX caracterizaron al barrio, tanto como el tango que, entre hombres, solía bailarse en las veredas. Allí, en Barracas, muy pocos saben qué es lo que hay detrás de las grandes puertas metálicas de la finca y tampoco tienen muy claro cuál es el oficio del propietario, un hombre afable, nacido en 1949 y al que la acción política no le ha sido ajena. La referencia no pretende hacer una exégesis del militantismo sino comprender por qué su obra no está pensada para el goce privado. Sus dimensiones rozan con frecuencia la monumentalidad e imponen la necesidad del espacio público, los museos, los grandes nudos ferroviarios, las universidades, los lugares de la cultura: eso piden, al menos, el árbol que brota de la enorme madera (Rama reflejada),
el pez de mármol (Bagre) emergiendo o succionado por el sumidero con tapa de hierro, la silla que se rebela contra su destino utilitario (Mesa que eleva) y Estela singulariza y sustrae a la anomia de los objetos domésticos. Madera, granito, mármol son los materiales preferidas para trabajar, pulir, tallar empecinadamente. El artista juega con los volúmenes y el artesano maneja con maestría sus herramientas. Dos facetas que hacen equilibrio en Estela, se manifiestan como una unidad en sus esculturas y vuelven a pendular en la tarea docente.
Hay una rara atmósfera en el taller de Barracas, un efecto de tiempo atrapado, de presente continuo, a mitad de camino entre la usina y la contemplación. Es el impacto de las obras y de la situación de las obras, que Estela ha dispuesto con sabiduría. Es que, como él mismo lo ha escrito alguna vez en tono de protesta, "para un escultor, lo que sucede en el espacio tiene un significado especial".